jueves, 20 de febrero de 2014

REDACTORAS


Había un teléfono que no dejaba de sonar. ¿Se coge o no? Resultaba que sí. Luego sonaban varios más a lo largo de toda la mañana y lo cogían ellas. Corresponsales, médicos, políticos, escritores, nadie. Atendían redactoras de tecla rápida y sin titubeo. Uno las oía todas las mañanas, que venían cargadas de sueño y con unas mandarinas para el almuerzo. Las mujeres, ya sé que también en la vida, eran para el periódico la ilusión del aire matinal, la ilusión del papel, la ilusión de los gatopardos que sudábamos por la sobaquera y estábamos todo el rato callados. Una redacción solo de hombres debe de ser el antiperiodismo, el mutismo constante, la seriedad depresiva, y el olor a café todo el rato. Ellas llegaban oliendo a mujer, taconeando y hablando como mujeres. Y eso era lo que vestía a la redacción por las mañanas antes de que las noticias comenzaran a suceder. 

Uno creía que una redacción era el sacrosanto mausoleo del objetivismo y la seriedad, del habla culta y refinada, del puro gordo, el reloj de bolsillo y la botella de coñac en un cajón. Pero el periódico era el baño de la normalidad, del coloquialismo y el diálogo a veces fútil, también de la risa pícara y de la máxima de escribir para que te entienda hasta el más tardo. Sin duda, era una verdadera banalización de lo que pasaba afuera y que en la redacción se trivializaba y se le daba la importancia justa, que es muy distinto de la relevancia que pueda tener una noticia. Si moría alguien famoso, ningún problema: obituario, dos por tres, foto en blanco y negro, y punto final. Al principio me parecía una frialdad. Luego me fui haciendo a la idea de que aquello era un entierro como otro cualquiera. En un periódico, al cabo, un personaje público está compuesto de tres corta y pega de un teletipo de EFE, un testimonio familiar y cuatro tontunas que se sacan de Internet para que no suene precisamente a redacción aséptica, objetivismo de agencia y periodismo sin lectores. 

Una tarde noche hablaban de que era posible que al día siguiente nevara en el Noroeste. ¿Te acuerdas de cuando dábamos las primeras nieves?, preguntó una. Entonces yo sentí la necesidad imperiosa de entrometerme y decir algo así como: pues allí en mi pueblo nieva todos los años. Pero comprendí que era tiempo de que ellas hablasen y de que yo, todavía con una concepción wilderiana y gris de la profesión, hiciera mutis y me dejara llevar por los encantos de la melodía periodística de las redactoras mientras escribían y yo miraba de soslayo a ese ventanal que por las noches hacía las veces de espejo, en el que se me veía junto a ellas, como una sombra, como un espía, o como un amante.  


Fotograma del film Juan Nadie, de Frank Capra

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